Hermandad de Ntra. Sra. de la Hermosa    

           Septiembre 2008. Fuente de Cantos

 
         
 

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA (1808)

Y EUROCOPA DE FÚTBOL (2008)

DOSCIENTOS AÑOS DE ESPAÑA

 

 

Felipe Lorenzana de la Puente

_________________________________

 

 

Se dice que cuando el general Pierre Antoine de L’Etang, conde de Dupont, héroe de Valmy, Hondschoote, Wervik, Menin, Marengo, Halle y Friendlan, Legión de Honor por sus servicios al Imperio francés, capituló en Bailén en julio de 1808 ante el variopinto ejército organizado por las juntas andaluzas y comandado por el general Francisco Javier Castaños, protocolizó su derrota con este lamento: “tomad esta espada, vencedora en cien combates”, a lo que respondió el veterano oficial español: “pues, señor, ésta es la primera que gano”. El parlamento, de ser cierto, y dudas más que razonables existen sobre ello, podría muy bien extrapolarse a la victoria de la selección española, tan huérfana de títulos como Castaños de espadas enemigas, en la final de la pasada Eurocopa ante el poderío imperial de una Alemania tricampeona de Europa y tricampeona del mundo. Doscientos años median entre ambos acontecimientos, pero los esquemas se reproducen con sorprendente facilidad: al triunfo, merecido pero inesperado un mes antes si atendemos a la opinión de nuestros sabios e inefables expertos, le ha seguido la euforia nacional y la reivindicación de todo un país. Lo idóneo hubiera sido jugar la final contra Francia y así reeditar con mayor fidelidad la derrota de 1808, pero las selecciones de Holanda e Italia, países tan castigados en su día por las guerras napoleónicas, se ocuparon de apartar a nuestros vecinos y eternos rivales en la primera fase, y de todas formas, de haber pasado, el sistema de cruces ideado por la UEFA no nos hubiera concedido el gusto de jugar contra ellos la final. Para eso es un francés el presidente del organismo, Michel Platini, quien seguro que conoce nuestra historia común y era sabedor del entusiasmo con el que celebramos este año el bicentenario de la Guerra de la Independencia.

Nadie negará las concomitancias existentes entre la guerra antigua y un partido de fútbol, por más que la primera sea una cosa bárbara, sangrienta y deleznable y el segundo algo menos. Ambos contienen un planteamiento idéntico (lucha entre rivales por la consecución de un objetivo, ya sea una plaza o una copa), una organización similar (disposición de los combatientes o jugadores en líneas distintas pero interconectadas, diversidad de funciones, principio de mando y jerarquía), una estrategia de campo diseñada por generales-entrenadores que no luchan ni juegan, una intendencia de apoyo (cocineros, abastecedores, médicos, utilleros), una retaguardia siempre dispuesta a colaborar (los reservistas en la guerra, la afición en el fútbol) y hasta una terminología común: los equipos son los contendientes, los jugadores luchan por el balón, su juego es de ataque o contraataque, aunque otras veces se impone la defensa numantina, los delanteros son artilleros y sus tiros, cañonazos que entran como una bala, fusilando a los porteros; al final, el que gana conquista el trofeo. Sin contar las batallas campales que se desatan en el estadio y sus alrededores; en la pasada Eurocopa, sin embargo, ha reinado la paz y concordia entre los forofos, debe ser porque faltaban las selecciones británicas, o por el ambiente sereno de los países centro­europeos donde se jugaba, o porque, curiosamente, las selecciones nacionales, a pesar de henchir el ánimo patriótico, no desencadenan la misma animadversión aldeana que los clubes de fútbol rivales. Aunque el intelectual americano Ian Buruma escribiese recientemente en el tabloide Los Ángeles Times que “el fútbol ya no es una guerra”, lo cierto es que todavía nos falta mucho para verlo como un simple deporte. Ni lo es ni debería serlo en virtud de la misión histórica que ha cumplido y cumple: desde que los países ricos de occidente decidieron no volver a masacrarse entre sí tras la II Guerra Mundial, el fútbol ha sustituido de forma más pacífica el ansia por enfrentarse y humillar al rival, copiando a la perfección el espíritu y la estética de la guerra.

La selección de Luis (el mismo nombre que el capitán Daoiz, héroe del 2 de mayo) Aragonés (el apellido recuerda a Agustina y los sitios de Zaragoza) ha ganado la guerra de la Eurocopa tras vencer en las batallas de Rusia (dos veces), Suecia, Grecia, Italia y Alemania. Lo ha hecho al estilo de la mítica guerrilla que destrozó en su momento las ambiciones de Napoleón: conocimiento del terreno (los españoles jugaron cuartos, semifinal y final en el mismo estadio, el Ernst Happel de Viena), desmoralización del enemigo (toque y más toque), ataques sorpresa (todos los goles en jugadas de velocidad), resistencia ante los sitios (disciplina defensiva), humildad (a falta de galones como los que lucían italianos y alemanes), táctica y por último técnica, frente a la mayor altura y músculo del adversario. Si la Guerra de la Independencia comenzó a decantarse para España tras la reconquista de Badajoz y la batalla de La Albuera, también el camino hacia el éxito de la Eurocopa se inició en Extremadura, en el Nuevo Vivero, con la victoria por 4 a 0 frente a Liechtenstein en la fase clasificatoria. Si los guerrilleros necesitaban la complicidad del pueblo, la selección ha tenido una hinchada entregada. Por cierto, ¿saben ustedes cuál podría considerarse la presencia española más significativa en todos y cada uno de los partidos, aunque apenas destacase en un palco repleto de autoridades prestas a apuntarse a la consiguiente foto? Pues ni más ni menos que D. Esteban Parro, actual alcalde de Móstoles, el pueblo de Casillas, quien arengó a nuestros seleccionados con el mismo espíritu combativo que su antecesor en el cargo en 1808, D. Andrés Torrejón, llamó a la nación a sublevarse contra los franceses. La primera autoridad que lo hizo. Hasta los aspectos desgraciados concuerdan: el indeseable de Fernando VII, una vez concluida la guerra, envió al exilio, si no al cadalso, a no pocos guerrilleros y a los liberales que tanto hicieron por preservarle el trono mientras él prolongaba sus vacaciones en Valençay; en nuestro caso, el monarca absoluto de la Federación Española de Fútbol, Ángel María Villar, ha puesto de patitas en Turquía al héroe de la Eurocopa.

Decía Benito Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales que “el más poderoso genio de la guerra es la conciencia nacional, y la disciplina que da más cohesión el patriotismo”. Nacionalismo versus patriotismo, aquí tenemos dos conceptos de moda, ahora y también hace doscientos años. Trabajo y tiempo ha costado llegar si quiera a plantearse la existencia de la nación: de las españas medievales se pasó a la monarquía plural de los Reyes Católicos y los Austrias, de ésta al país dolorosamente unificado en el XVIII a fuerza de decretos (de Nueva Planta), y como final del camino el sentimiento nacional que generó la lucha por la independencia entre 1808 y 1813. Sin embargo, no fue la guerra, sino las Cortes de Cádiz, las que inventaron el concepto de nación española por vez primera en nuestra historia, y así lo desarrollaron en el artículo 1º de la Constitución de 1812: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. Ahora, sin embargo, el concepto de nación es “discutible y discutido” (Zp, Senado, sesión del 17 de noviembre de 2004), y encima nos falta uno de los hemisferios. ¿Qué ha pasado en el intermedio? Pues muy fácil: derrotado el enemigo común, el patriotismo fue diluyéndose ante la falta de un verdadero proyecto nacional, dejando que su espacio lo ocupase el fantasma de la división, de las dos españas: absolutistas y liberales, carlistas e isabelinos, moderados y progresistas, monárquicos y republicanos, rojos y azules, socialistas y populares, merengues y culés… Ahora, con el triunfo de la selección, ha vuelto el patriotismo y la conciencia nacional (atentos al cántico improvisado, no inducido por los medios, de los hinchas: “yo-soy-español-español-españoool”), lo cual está muy bien, perfecto, dado que no hay sentimiento más plausible, sobre todo en tiempos de crisis e insolidaridad social como los actuales, que la emoción y orgullo de pertenencia a una comunidad que se siente histórica, cohesionada y triunfadora, los tres ejes sobre los que se construye el nacionalismo como ideología. Me pregunto, sin embargo, si los mimbres futboleros son suficientes para tejer y ensamblar a un pueblo, y si la euforia nacional sirve para algo más que para concitar el oportunismo de las masas bulliciosas, que lo mismo zurran al primer inmigrante que se encuentran por la calle que restriegan la bandera por las narices de quienes tienen el derecho de no sentirse españoles. Y ambas cosas, por desgracia, han sucedido.

También el oportunismo ha florecido en torno a la selección y su glorioso acontecer. El fútbol, como la guerra, son actividades en las que el entusiasmo no guarda relación directa con el grado de implicación personal, es decir, que no hay que luchar ni que jugar, ni compartir la estrategia, ni siquiera asistir o ver la batalla o el partido, para congratularse por el resultado y, por supuesto, para celebrarlo. Muchos de aquellos que vitoreaban a los batallones de Castaños, Cuesta, Echévarri, Wellesley, Reding, La Peña, Graham o Palafox, y a las guerrillas del cura Merino, Espoz y Mina, El Empecinado y el ventero de Manzanares, cuatro días antes le habían estado haciendo la rosca a los franceses. Sucede en todas las guerras, es una simple cuestión de supervi­-ven­cia. De igual modo, los que anatemizaban a Aragonés (“Raúl selección”), ridiculizaban el juego de toquecito, ponían a caldo el esquema 4-5-1 y ya tenían la alfombra con rosas y espinas tendida en Barajas antes de empezar el partido de cuartos, se convirtieron raudos en fans incondicio­nales, de toda la vida, del Sabio de Hortaleza. Los que nunca habían hablado de fútbol, como no fuera para echar pestes, se tornaron locuaces. Quienes escondían el mando y reenviaban al futbolero de la casa al bar de la esquina para que no les fastidiase Los Serrano, celebraron como posesos en la calle los goles que quizá ni siquiera habían visto de Villa, Cesc, el Niño, de la Red, Güiza, Xavi y Silva. Hasta mi hija, que no entiende ni papa de fútbol ni había dedicado un solo minuto a la Eurocopa, apareció por casa la noche de autos con la cara rojigualda y un tufo a cieno y pescado que hacía estéril la clásica pregunta de dónde y con quién has estado.

Tan sólo lamento que la selección no haya generado, hasta el presente, la cantidad y calidad de composiciones musicales que en su día produjeron las guerras napoleónicas. Parte esencial de nuestra tradición cultural, instrumento para conocer las formas de expresión culta y popular, vehículo de transmisión de los sentimientos y también de la sensibilidad de toda una época, la música nunca ha sido ajena a su contexto histórico. Las guerras napoleónicas, que ocupan los tres primeros lustros del siglo XIX, coincidieron con uno de los momentos más brillantes de la música europea; a ninguno de los compositores de la época le resultó indiferente la figura de Napoleón, y no fueron pocos los que dedicaron a sus gestas, y también a sus fracasos, algunas de sus obras. Ahí tenemos el Paso de Carga de la Marina Imperial, la Marcha para el Emperador, anónimas las dos, la Obertura Solemne 1812 de Chaikovski, la Marcha de York y La Victoria de Wellington en Vitoria, ambas de Beethoven, o el Himno de la Victoria de nuestro genial Fernando Sor. También el pueblo llano tuvo ocasión de manifestar sus emociones a través de canciones e himnos tras los cuales posiblemente se encuentre una idea tan precisa de la realidad como la que nos narran los documentos con los que construimos la historia: léase o cántese, por ejemplo, Los defensores de la Patria de Arriaza, las Coplas de la Batalla de los Arapiles de Garnier, o el Himno del Batallón de los Literarios de Santiago, anónimo. Sin embargo, la Eurocopa nos ha deparado tan sólo dos detestables melodías, construidas con muy escasos acordes y nula complejidad literaria, una de ellas se compone de tres sílabas (“Po-de-mos”) y la otra, que además no es nueva, de tres palabras que suman la inmensidad de nueve letras (“A por ellos”), más un grito atávico (“oeee”). Y eso que hasta Manolo el del bombo había hecho un esfuerzo por mejorar la calidad musical de sus alaridos llevándose a Austria, gracias al patrocinio de la Oficina de Turismo de Tirol y con la condición de animar también a la selección local, que falta le hacía, una mini banda valenciana compuesta de saxo, trompeta, trombón, platos y caja. Faltaba la tuba. A ver si para el mundial de Sudáfrica se soluciona tamaña incongruencia. Entendámonos: no se trata de poner a los aficionados a entonar ópera italiana o canto gregoriano en pleno estadio, pero al menos tampoco podemos quedar en ridículo frente a los cánticos mucho más consistentes de nuestros rivales.

A todo esto, nuestro himno nacional sigue careciendo de letra, lo cual obliga a los aficionados a onomatopeyizar sus acordes de manera harto soez (“chinda, chinda, ta chinda chinda chinda…”) y a los jugadores a elevar sus preces sin poder abrir la boca, mientras el enemigo se desgañita hinchándosele la vena del cuello con sus sones patrióticos, inspirados en su mayoría en guerras del pasado, pues para eso servían aquellos, para animar y animarse los combatientes. Claro que, teniendo en cuenta que todos han caído estrepitosamente ante la Roja, por muy muda que ésta fuese, concluimos que lo de la letra del himno es una cuestión más que secundaria, condenada, además, al fracaso. O si no que se lo pregunten a D. Paulino Cubero, manchego en paro, ganador el pasado mes de enero del concurso ad hoc convocado por el Comité Olímpico Español, quien compuso una letra tan sosa, pensando en no molestar a nadie, que murió nada más nacer por clamorosa falta de entusiasmo del respetable. Arduo trabajo debe ser idear la escritura poética de una marcha militar como es nuestro himno. Peor, todavía, aprendérsela en esta España cuyo modelo educativo, la ESO y sus competencias, ha conseguido que la juventud consiga un título sin tener que aprender nada. Además, ¿para qué queremos la letra? ¿para acusar luego a los deportistas catalanes y vascos de no querer cantarla, a otros de no sabérsela y a la mayoría de desafinar, cuando ahora todos cubren el expediente con esa rigidez tan respetuosa? Ítem más, si queremos un himno sencillo, bonito y con letra (de Machado, ni más ni menos), para eso está el españolísimo Himno de Riego, que antes de ser el de la República lo fue de las libertades. Un himno, por cierto, que aunque fechado en 1820, lo esencial de su línea melódica nació en plena Guerra de la Independencia, siendo entonado, según el musicólogo D. Antonio Mena, por los estudiantes que componían el Batallón Literario de Santiago de Compostela. Así pues, si hace falta himno con letra para animar a nuestros guerreros del fútbol, rescátese a D. Rafael de Riego, militar y liberal; por cierto, también defenestrado por el absolutismo, como Luis Aragonés.

Espero haber despertado en los lectores la curiosidad por la Guerra de la Independencia, y en general por nuestra historia, puesto que de fútbol ya todos entienden. Para saber más de ella, diríjanse el 8 de noviembre a las IX Jornadas de Historia de Fuente de Cantos que organiza Lucerna y estén atentos en los próximos meses a los músicos de la Banda Municipal. A por ellos.