Torino
A. Román Díez García ___________________
Torino era el barbero más antiguo del barrio. Vivía casi a mitad de la calle S. Julián, mi calle; al lado del aguador municipal y próximo a Cuatro Caminos. Bien mirado era buen sitio para su negocio, ya que, las cuatro esquinas del cruce, además de sitio de reunión y esparcimiento, lo eran también de tabernas. Sus propietarios, Victoriano, Porras, El Caimán y Cartuchos eran muy conocidos en el pueblo por la buena calidad de sus vinos y sus tratos. Ellos atraían a gente de nuestros lares y a otros que no lo eran; ganaderos y agricultores que accedía a sus tierras y volvían por esos puntales, vendedores de carbón, madera y hortalizas de otros pueblos, tratantes, arrieros… Casi todos pasaban por allí, y, de rebote, algún afeitado que otro caía. ¿Cómo bullía la vida a pesar de la escasez y cuanto se contagiaba! Curioso…Era difícil encontrar, en cualquiera de estas tabernas un hueco, sobre todo, en horas del mediodía. Mostradores y veladores aparecían repletas. La barbería de Torino -tardaría años en saber que se llamaba Francisco- era su propia casa. Quiero decir que era donde vivía él con su corta familia: su madre y una hermana; esta, de lozana vistosidad y de incipiente madurez, soltera. La entrada de la vivienda, el zaguán y una habitación, se habían convertido en un espacio amplio y apropiado para desempeñar su oficio. Creo que le venía de su padre. La casa tenía una puerta doble; la exterior, de cristales para permitir la claridad e impedir el frío, y la interior; de robusta madera, y alguna mordedura de carcoma. Nada delataba que aquello era una barbería a no ser por el soniquete de las tijeras; su repetido y característico compás a voluntad de los ágiles dedos, o porque alguien estuviera abriendo para escupir en la calle, o porque miraras a través de los cristales y vieras lo que había dentro. Los que éramos clientes nos habíamos acostumbrado a sus sillas de aneas, el pulcro suelo rojizo, de baldosas; a la pared, con el retrato de Joselito “El Gallo”; al calendario del “Anís del Laurel, dulce y seco, Azuaga, Badajoz”, al poster del equipo del Atlético de Bilbao; a una estampa enmarcada de la Virgen de Fátima y a otra del Padre Damián. Nada de tías en cueros: Torino no era de esos. Y si lo era, no se lo permitían su madre ni su hermana. Ellas entraban y salían varias veces en la jornada. Era natural. Tenían que hacer las compras, ir por el agua, visitar a alguien… lo que fuera. El caso es que pasaban muchas veces entre nosotros sin molestar y sin hacer caso de nada, pero intimidaba su presencia. Si alguna revista indecente había, eso sería a escondida. Yo, lo más que vi fue una propaganda- para entonces escandalosa- de “Las locas del Twist”. Un grupo de señoritas de buen ver, ligeras de ropas, que iban a bailar al cine de D. José o de Carloto. No lo recuerdo bien… la moda. Torino ganaba dinero y era servicial, acogedor, complaciente en el trabajo y desinteresado. Por eso algunas veces tenía la barbería llena, aunque hubiera solo una o dos personas a quien cobrar, bien por iguala o por libre. Lo demás a hablar, a mirar cualquier periódico, a enterarse de lo que pasó en el pueblo la noche anterior o a comentar el contoneo de las prostitutas por la acera de enfrente hacia el comercio de Evaristo. La primera vez que me puse en sus manos tendría yo seos años. No. Menos. Mi padre me había llevado aquella tarde para que me cortara el pelo. Todo el cariño, todas las bromas y juegos que habían precedido al momento de la verdad no sirvieron de nada cuando me puso el barbero y empezaron a avanzar maquinilla y tijeras cuello arriba. Sus manos frías, el agua, la cuchilla, la brocha enjabonada y los soplos en algunas partes del rostro, acrecentaban mi martirio. Menudo berrinche mío y menudo enfado de mi padre. “Vaya lloronazo” “No te traigo más” (Como si yo lo hubiera querido)… Me picaban todas las partes del cuerpo. Tosía, escupí pelos, me refregaba los ojos sin atender a recomendaciones… No podía estarme quieto. Para aliviarme, me regaló una caja de colorines que, seguro, sería el envoltorio de alguna colonia o pastilla de jabón. Con el tiempo sería otro clientes más y de cierta confianza. Esperaba mi turno, escuchando las conversaciones de otros. Intervenía. Contestaba a lagunas de sus preguntas maliciosas y repasaba los estantes en donde aparecían ordenados los objetos que utilizaba. Peines, suavizadores, perfumadores, colonias, navajas, piedra de sal, brochas… y algún artilugio trasnochado. Había una buena clientela. Sencilla y fiel. Labradores del barrio, braceros eventuales, obreros acomodados que acudían cada quincena, pastores del mes, mayorales, artesanos,,, y en vísperas de ferias, un gran número de paisanos que trabajaban en Madrid, Barcelona, Avilés o Alemania. (Muchos de éstos no tan sencillos y excesivamente locuaces y presumidos). En la barbería me enteraba de muchas cosas curiosas; del capital y las leyendas de algunos toreros, de las últimas hazañas deportivas o patrióticas, del estilo de algunos cantaores de flamenco, de la rivalidad de los equipos locales –el Tigre y el Zurbarán- de las jugadas del defensa Chiquelín, el futbolista de nuestra calle, indomable, con malas pulgas y tan valiente…¿ Y lo del “negro la Galvana”; el hijo de la Plaera, que cuando corrió a la par de aquellos profesionales -figurines- que le enseñaban técnicas estilos les saco casi un kilómetro de ventaja? Por poco lo pierden de vista, ¿Qué lástima de muchacho! ¿Cuántas cualidades! Perfecto atleta innato. Alto y estilizado. Acostumbrado, como estaba, a correr y confundir a la Guardia Civil por los montes robando bellota, hacerlo por sitios llanos estaba chupado. Colocarse unas alpargatas para competir era como ponerse unas alas en los pies… Si hubiera sido en estos tiempos, seguro que sería una figura de primera fila, un mito. Mi padre guardaba cierto cariño a los parroquianos y asiduos a la “corrobla”, aunque no participase en ella, y sentía especial inclinación por esta barbería, pero concretamente por Torino. No sé si porque era quinto de él o porque era así. “Como barbero es un artista”- decía-. Un año estuvo de aprendiz Josefito Barreno, hijo de Barreno el músico. Era ocurrente Josefito, porque cuando chico, decía que él se llamaba Josefito Barreno de la porquería. Vivía casi a las afueras, y allí iba casi toda la porquería del pueblo. De ahí su deducción. Aguantaba bromas y reía. Inocentón y sano. Pero se enfadaba en exceso ante las regañinas de Torino ¿Cómo lo miraba! Torvo y rebelde. Protestaba, se despedía para volver poco después. ¿La que liaban los dos! Y luego como si nada. “El jodido niño éste”. “Es que me pone”… Pues ya se lo he dicho muy claro, a él y a su padre”. “Cualquier día de doy”. ¿Qué iba a darle! Por Barreno conocí muchas anécdotas de su maestro en discusiones con su madre y hermana. La última vez que visite la barbería me extrañé de su abandono. Torino estaba bastante cascado, deteriorado y temblón. Oí decir que no era como antes, que no tenía trabajo, que algunos días no abría. Que otros días lo hacía, pero sólo un rato y para nada. Hasta lo más amigos y allegados se fueron retirando y el negocio decayó. Fue en un mediodía de verano. La gente se arremolinaba a la altura de su casa. Había bastantes mujeres y algunos hombres mayores. ¿Qué había pasado? Muchachas con el cántaro en la cadera aguardaban para enterarse de algo. Algunas salían atropelladamente del gentío Niños por el medio. El trozo de calle se convirtió en un hervidero de comentarios. “Ya lo decía yo”. “Si esto tenía que pasar”. Otros, “la bebida”. Pero “¿Cómo ha sido”? Eran los más curiosos. “Las malas compañías” No sé si porque se fue de la lengua insultando a algunos gobernantes, o por repetidas blasfemias, o porque provocó una pelea, o porque amenazó con su navaja barbera a alguien… El caso es que una pareja de guardias civiles había venido a por él y lo llevaban esposado la cuesta arriba hacia el cuartel. Yo lo vi. Iba derrotado. Si antes había opuesto resistencia, ahora iba dócil, manso, mirando suplicantes, entre los tricornios que parecían rechinar al sol de julio. Detrás de él la enorme figura de su madre, agigantada por el dolor, inconsolable, negra, zamba. Su llanto y sus gritos desgarradores “No le vayáis a pegar”.”El no ha hecho nada”.”Por Dios, mi hijo…” Y otra voz chillona:” ¿A dónde lo lleváis si él no tuvo la culpa? “Si se tratara de un rico, ya veríamos”. Cuanta rabia, su hermana. Esta estampa imborrable que conservo en mi mente en la que Torino aparece preso, me recuerda siempre a otra imagen de la Semana Santa. El prendimiento de Jesús. Y no he podido echarla fuera de mí. Aquellas esposas brillantes y rígidas que unían sus manos menudas y temblorosas… Los empujones de los guardias, los insultos y comentarios en voz baja, las protestas veladas… Siempre que miro alguna detención por la tele, en donde aparecen esposados algunos personajes, me acuerdo del barbero y un escalofrío me recorre el cuerpo. Me envuelve una cierta rebeldía y un sentimiento extraño de pena. Yo entonces que leía el Quijote, El Capitán Trueno, El Guerrero del Antifaz… pensaba que si alguno de aquellos caballeros hubiese pasado por allí, hubiera tomado cartas en el asunto, arremetiendo contra todos, liberando al preso, tan débil y entregándoselo a su madre a base de consejos. Pero por allí no pasó D. Quijote. Ni pasó ningún héroe. Nunca he querido preguntar cuál fue el motivo de aquello. Mejor no menearlo. Pero hoy, tantos años ya, cuando voy a mi barrio y miro donde estaba aquella barbería parece que quiero verlo con tantas veces. Delante de la puerta de cristal, entre el atardecer y su gastado umbral, correspondiendo a los saludos de los vecinos, descuidadamente. Irreducto solterón, pulcro y reservado. Y le miro sus flacas manos, su nariz enrojecida, sus grandes orejas y su traje marrón de donde destacaba sobre el ojal de la solapa, aquel escudo bello que alguien le regaló del Atlético de Bilbao.
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